ORACIÓN DE JUAN PABLO II ANTE LA VIRGEN APARECIDA



Aparecida, Brasil, 4 de julio de 1980
 
¡Nuestra Señora Aparecida!
En este momento tan solemne,
tan excepcional, quiero abrir ante Vos,
oh Madre, el corazón de este pueblo,
 en medio del cual quisisteis morar
de un modo tan especial
(como en medio de otras naciones y pueblos)
 así como en medio de aquella nación de 1ª
 que yo soy hijo.
 
Deseo abrir ante Vos el corazón de la Iglesia
y el corazón del mundo
al que esa Iglesia fue enviada por vuestro Hijo.
Deseo abriros también mi corazón.
 
¡Nuestra Señora Aparecida!
¡Mujer revelada por Dios,
que habríais de aplastar la cabeza de la serpiente
(cf. Gén 3, 15)
en vuestra Concepción Inmaculada!
 
¡Elegida desde toda la eternidad
para ser Madre del Verbo Eterno,
el cual, por la Anunciación del ángel,
fue concebido en vuestro seno virginal
como Hijo del hombre y verdadero hombre!
 
¡Unida más estrechamente al misterio
de la Redención del hombre y del mundo
al pie de la cruz, en el calvario!
 
¡Dada como Madre a todos los hombres,
sobre el calvario, en la persona de Juan,
Apóstol y Evangelista!
 
¡Dada como Madre a toda la Iglesia,
desde la comunidad que se preparaba
a la venida del Espíritu Santo,
la comunidad de todos
los que peregrinan sobre la tierra,
en el transcurso de la historia
de los pueblos y naciones,
de los países y continentes,
de las épocas y de las generaciones!…
 
¡María! ¡Yo os saludo y os digo
“Ave” en este santuario
donde la Iglesia de Brasil os ama,
os venera y os invoca como Aparecida,
como revelada y dada particularmente a él!
¡Como su Madre y su Patrona!
¡Como Medianera y Abogada
junto al Hijo de quienes sois Madre!
¡Como modelo de todas las almas
poseedoras de la verdadera sabiduría y,
al mismo tiempo, de la sencillez del niño
y de esa entrañable confianza
que supera toda debilidad y sufrimiento!
 
Quiero confiaros de modo especial
a este pueblo y esta Iglesia,
todo este Brasil, grande y hospitalario,
todos estos vuestros hijos e hijas,
con todos sus problemas y angustias,
trabajos y alegrías.
 
Quiero nacerlo como Sucesor de Pedro
y Pastor de la Iglesia universal,
entrando en esa herencia
de veneración y amor,
de dedicación confianza que,
desde hace siglos,
forma parte de la Iglesia de Brasil
y de cuantos la componen,
sin mirar las diferencias de origen,
raza o posición social
y en cualquier parte que habiten
de este inmenso país.
 
Todos ellos, en este momento,
mirando hacia Fortaleza,
se interrogan: ¿a dónde vais?
 
¡Oh Madre!
¡Haced que la Iglesia sea
para este pueblo brasileño
sacramento de salvación
y signo de la unidad de todos los hombres,
hermanos y hermanas de adopción
de vuestro Hijo,
e hijos del Padre celestial!
 
¡Oh Madre! Haced que esta Iglesia,
a ejemplo de Cristo,
 sirviendo constantemente al hombre,
sea la defensora de todos,
en especial de los pobres y necesitados,
de los socialmente marginados y desheredados.
 
Haced que la Iglesia de Brasil
esté siempre al servicio de la justicia
entre los hombres y contribuya
al mismo tiempo al bien común de todos
y a la paz social.
 
¡Oh Madre!
Abrid los corazones de los hombres
y haced que todos comprendan
que solamente en el espíritu del Evangelio
y siguiendo el mandamiento del amor
y las bienaventuranzas del sermón de la montaña,
será posible construir un mundo más humano,
 en el que sea valorizada verdaderamente
 la dignidad de todos los hombres.
 
¡Oh Madre! Dad a la Iglesia,
que en esta tierra brasileña
realizó en el pasado
una gran obra de evangelización
y cuya historia es rica de experiencias,
que realice sus tareas de hoy
con nuevo celo y amor
por la misión recibida de Cristo.
 
Concededle, a este fin,
numerosas vocaciones
sacerdotales y religiosas,
para que todo el Pueblo de Dios
pueda beneficiarse del ministerio
de los dispensadores de la Eucaristía
y de las que dan testimonio del Evangelio.
 
¡Oh Madre! ¡Acoged en vuestro corazón
a todas las familias brasileñas!
¡Acoged a los adultos y a los ancianos,
a los jóvenes y a los niños!
¡Acoged también a los enfermos
 y a quienes viven en soledad!
¡Acoged a los trabajadores
del campo y de la industria,
a los intelectuales
en las escuelas y universidades,
a los funcionarios de todas las instituciones!
 
Protegedles a todos.
 
¡No dejéis, oh Virgen Aparecida,
por vuestra misma presencia,
de manifestar en esta tierra
que el amor es más fuerte que la muerte,
más poderoso que el pecado!
 
No dejéis de mostrarnos a Dios,
que amó tanto al mundo
hasta el punto de entregarle su Hijo Unigénito,
para que ninguno de nosotros perezca,
sino que tenga la vida eterna (cf. Jn 3, 16).
 
Amén.
 
 
 
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